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Secuestro y poder


Por Gregorio Ortega Molina/

Secuestro y poder
Junio 16, 2014 09:41 hrs.
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Las consecuencias del secuestro son profundas e inesperadas, van más allá de la privación ilegal de la libertad, del dolor de los familiares causado por la incertidumbre, por el desconcierto, la incredulidad: ¿por qué a mi hijo, esposa, marido, padre o madre?

Cuando una nación sufre los niveles de secuestro y extorsión que padece México, las estadísticas son muestra del comportamiento de buena parte de la sociedad, y de un terrible vacío de poder.

¿Dónde quedó la indignación de quienes marcharon para protestar por los secuestros, que ahora, como los panes y los peces, se multiplican? ¿Dónde los reclamos de Alejandro Martí, Isabel Miranda de Wallace y Nelson Vargas? ¿Dónde el mandato constitucional, que en materia de seguridad y garantías individuales los gobiernos dejaron de cumplir, al menos desde el primero de diciembre de 1970, al determinarse tácticas y prácticas contra la incipiente guerrilla mexicana?

Cuando el secuestro fue un instrumento político, la sociedad aplaudió o recriminó la manera en que el gobierno lo resolvía y reprimió; después, al transformarlo en instrumento de un rápido enriquecimiento, al ponerse a la moda “mochar” orejas, lo que se lesionó fue la autoridad ética y moral del presidencialismo. Cuando aparece el secuestro exprés y lo mismo se priva de la libertad a un adinerado que a uno cuya familia vive al día, se exhibe cómo el gobierno pierde base social, y con ella se le escapa el poder de las manos al presidente de la República, puesto que las instituciones han sido filtradas por altos niveles de corrupción, como lo muestran los salarios del Poder Judicial de la Federación, con los que compraron su voluntad.

Pueden parecer una audacia las anteriores afirmaciones, pero si un gobierno es incapaz de ponerse de acuerdo para unificar las cifras sobre un delito como el de la privación ilegal de la libertad, o llegar a un número en la cantidad de desaparecidos, o poder determinar por qué existe una estadística negra en cuestión de delitos que no se denuncian, es que efectivamente las instituciones perdieron credibilidad, y el presidencialismo dejó de tener el embrujo que sedujo a quienes lo construyeron y dotaron de facultades metaconstitucionales.

En la medida que crece la cifra de secuestrados, que la sociedad se convierte en víctima de la anomia del gobierno, incapaz de cumplir con buena parte del mandato constitucional, el poder disminuye y crece el temor a los delincuentes. La vida se paraliza. México deja de moverse.

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